Síndrome del Jamaicón

 

por Begoña Sieiro; fotos: Pía Riverola

Limón, jugo maggie, salsa inglesa y valentina es mi receta para preparar las papas. Siempre en el mismo orden. Según yo, tienes que dejar que el limón se absorba primero para convertirse en la base sobre la que se mezclan los otros integrantes. No es que tenga conocimientos culinarios, es que si no lo hago así cada vez, no quedan igual; no saben tan bien. Ya lo decía Jorge Ibargüengoitia respecto a las famosas tortas de Armando: «Si se altera el orden –por ejemplo, si se pone primero el chipotle y después el queso– o si la calidad de alguno de elementos falla –que el aguacate sea pagua– lo que se come uno, en vez de ser torta compuesta, es un desastre» [nota1]. Aunque haya varios sabores, todos juegan un papel fundamental: la salsa picante cae pesada sobre el alimento en cuestión, una vez que los demás ingredientes ya se fusionaron entre sí. Aplica el mismo principio para diversos antojos como tacos, gorditas, tostadas: la salsa siempre se agrega al final, encima de todo, para aportar un sabor que combina pero no está plenamente integrado.

En nuestro país esto no sólo está bien visto, sino que es absolutamente normal; aquí el raro es el que pregunta: «¿Tiene alguna salsa que no pique?» Pero, ¿qué sucede cuando llegas a casa de unos amigos chilenos, te sirven un delicioso sándwich de dos pisos y no hay chiles jalapeños? Sólo algo que le llaman ají y que, aunque sabe buenísimo, no pica nada. En ese momento desearías traer una latita de La Costeña en tu bolsa.

La última vez que vi a mi hermano cuando él vivía en Francia, antes visité todos los supermercados de mi ciudad en busca de una salsa San Luis; cuando finalmente la empaqué en la maleta, ya le había comprado latas de chipotles, jalapeños, salsa de cinco chiles y maggie. No conozco persona de otra cultura que en un viaje largo al extranjero, lleve en su maleta al menos un cuarto del peso en dulces, salsas y condimentos locales. Y que, cada vez que alguien vaya a visitarlo, encargue el repuesto de cada ingrediente. Tampoco conozco mexicano que no lo haga. La primera vez que estuve fuera del país por un mes, en un campamento a los ocho años, mi mamá me dotó de dulces de chamoy y tamarindo «para que no extrañara». Esta misma costumbre de llenar al menos un cajón de condimentos y dulces mexicanos –frijoles, salsas, chiles, té de hierbabuena y de jamaica– se repitió en las diferentes estancias que viví en el extranjero. Por alguna razón, tener la alacena llena de México me hacía sentir en casa.

 
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¿Por qué los mexicanos cargamos con una despensa desbordada de nostalgia? ¿Para refugiarnos en el sabor que conocemos y sentirnos menos extraños? ¿O será porque nuestra gastronomía está dotada de sabores tan poco comunes para el paladar global?

Nuestro chovinismo gastronómico es tal que incluso se dice que hay un síndrome bautizado en nombre de un futbolista mexicano conocido como Jamaicón Villegas, quien, después de una goliza en un Mundial de FIFA, le echó la culpa de su bajo desempeño a la falta de hogar y comida mexicana. O como vuelve a ilustrar Ibargüengoitia cuando esa «nostalgia irracional e irremediable» le dio pie a su tono burlón cuando le dijo a un mexicano que podría encontrar tequila en cualquier tienda de licores de París y éste le contestó: «pero el limón no sabe igual».

Somos nosotros los que movemos nuestros sabores por el mundo. Pareciera que da igual si estamos en alguna colonia de México o si llevamos tres meses viviendo fuera, de cualquier manera buscamos tener cerca los ingredientes que nos atan a nuestra cultura. A veces incluso tenemos la suerte de encontrar una taquería auténtica en algún barrio de nuestro nuevo hogar, que se sostiene gracias a la misma necesidad intrínseca de otros compatriotas de estar en contacto con los sabores de México. Decidimos dejar el país, buscar otra vida, pero nos llevamos lo que más nos identifica: las recetas de cocina.

Encima de todo lo anterior, no sólo exportamos nuestros ingredientes más representativos, sino también la manera de comerlos: hay que agregar picante, prácticamente todo alimento puede convertirse en taco, y hasta tenemos formas de transformarlos en cubiertos: a falta de tortilla, pan, como lo ejemplifica Ibargüengoitia en otra de sus crónicas: «En una cafetería, en Washington, descubrí a un mexicano por la manera de comer el huevo revuelto. Lo cogía con los triángulos de pan tostado, que usaba a guisa de tortillas, a veces como tenazas y a veces como cuchara» [nota2].

Es evidente que es una condición humana asociar el sazón que has conocido desde la infancia con tu hogar. También es obvio que todos los seres humanos, sin importar de dónde seamos, extrañaremos de vez en cuando comer exactamente como en nuestro país de origen. Los mexicanos viajamos para comer de la misma forma en que los viajeros se comen a México. Nuestra cultura entra por las papilas gustativas y nosotros le entramos a las culturas por la boca. Nos gustan los países que nos conquistan por los ojos, pero nos enamoran sólo aquellos que tienen un sabor peculiar y sorprendente, como el nuestro.

 
 
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Notas

1 IBARGÜENGOITIA, Jorge. “Tecnología mexicana: Evolución del taco y de la torta compuesta” en Instrucciones para vivir en México, Booket. México DF, 1990. pp. 106-108.

2 IBARGÜENGOITIA, Jorge. “Mexicanos en el extranjero” en Viajes en la América ignota, Joaquín Mortiz. México DF, 1972. pp. 93-95

 
 

 
 

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