Política alimentaria

por Armando Chacón; ilustración: Jessica Sandoval

 
 
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Sin afán de agriarle el yogurt a nadie, y por pura ociosidad editorial, me voy a permitir contarle algunos episodios de la tragicomedia política de intriga y chismes que se desenvuelve detrás del comercio internacional de alimentos. Mi intención es que la próxima vez que vaya al súper o lea un menú, se imagine las guerras de poder, conspiración, engaño y decepción que hay detrás de sus alimentos favoritos. Y es que el matrimonio comercial entre México, Estados Unidos y el mundo entero está lleno de agridulces episodios de infidelidad y conatos de divorcio.

Por ejemplo, si a usted le gusta el atún, quizá no esté enterado de que los productores mexicanos dedicaron más de 20 años a una batalla campal en los tribunales de la Organización Mundial de Comercio denunciando trato discriminatorio. Allá por los años 90, organizaciones pro-conservación en Estados Unidos denunciaron prácticas pesqueras delfinicidas que solían ser comunes en las pesquerías mexicanas. Desde entonces, nuestros pescadores de atún juran y perjuran que han adoptado prácticas más estrictas que las de otros países que gozan el derecho de llevar en sus latas el sello «dolphin safe», y les permite competir en el mercado de Estados Unidos, el cual vale unos 700 millones de dólares anuales. Sin embargo, por angas o mangas, no fue sino hasta 2014 cuando la OMC falló a favor del alegato mexicano. Como resultado, a partir de 2016 los estándares más rigurosos que impone Estados Unidos a México se extenderán al resto de los países que le venden atún. Mientras tanto, los productores mexicanos han tenido que conformarse con venderle a España que, como usted sabe, queda retelejos. En ese mismo periodo, la demanda de atún se ha ido moviendo hacia presentaciones de mucho mayor valor agregado, como los filetes congelados que podemos disfrutar vuelta y vuelta a la parrilla o crudos en sashimi. En el mercado internacional al gran mayoreo, esas presentaciones andan por ahí de los 11 dólares por kilo en comparación con un triste dolarito por kilo de atún enlatado.

Ahora bien, si sus rollos de sushi le gustan con aguacate, ahí tiene usted otro drama: el de los productores mexicanos de aguacate que sufrieron durante 80 años –hasta principios de la década de los 90– el bloqueo al mercado de Estados Unidos por supuestos virus y plagas. Desde entonces nuestros vecinos se han aficionado que da gusto al guacamole. En los últimos 10 años se ha cuadruplicado su consumo de aguacate a más de un millón de toneladas anuales (más de tres kilos por barba), de las cuales México le vende dos terceras partes. La mayoría de esas importaciones vienen de Michoacán, estado que concentra tres cuartas partes de la producción nacional y que exporta a Estados Unidos cuatro quintas partes de su producción con un valor cercano a los mil millones de dólares al año. Pero como le prometí una telenovela, la felicidad les duró poco a los prósperos aguacateros michoacanos. Y es que además de aguacates cremositos de excelente calidad, Michoacán también le vende a Estados Unidos mariguanita, cocaína y heroína, industrias controladas por inquietos empresarios que apalancan su expertise en el uso de la violencia, para participar en el lucrativo mercado del aguacate cobrándoles renta a los productores que prefieren seguir con vida.

A los jitomates también les ha tocado ser la manzana de la discordia en el tormentoso matrimonio de intercambio culinario entre México y Estados Unidos. Aunque usted no lo crea, algo así como la mitad de los jitomates que se consumen en Estados Unidos vienen de México. Resulta que, en general, los tomateros mexicanos han invertido más que los americanos en técnicas modernas de producción y que éstas, junto con un clima favorable, les permiten producir mejor calidad a menor costo. Lo anterior ha suscitado que los productores americanos pongan trabas a los tomates mexicanos. Recientemente se firmó un acuerdo en el que los productores mexicanos se comprometen a un precio mínimo, que les sea menos incómodo a sus competidores.

En el jaloneo del intercambio de jitomates, la carta fuerte de México en la negociación fue amenazar con bloquear la fructosa de maíz que importamos de Estados Unidos, y que hoy en día está presente en los ingredientes de casi cualquier cosa que compremos en el supermercado y, de manera sobresaliente, en los endulzantes que compiten con el azúcar de caña. Este último es uno de los cultivos más politizados en ambos lados de la frontera. Los cañeros en México tienen tal consideración de los políticos, que consiguen que el gobierno les eche la manita con financiamiento y precios garantizados para el cultivo de la caña y que se usen nuestros impuestos para rescatar la operación deficitaria de los ingenios donde se produce el azúcar. También consiguen controlar los precios mediante cuotas para la importación de azúcar y han logrado que se legislen altos impuestos para substitutos como la fructosa de maíz.

Ya que estamos hablando de maíz, y para cerrar con broche de oro, hemos llegado al punto más sensible del orgullo y la política nacionales: bajo los pretextos de la seguridad alimentaria y la defensa del campo mexicano, la producción del maíz en México se promovió por muchas décadas a punta de subsidios a los productores, precios de garantía y control de las importaciones. Sin embargo, a partir de la apertura comercial, cada vez más productores mexicanos se cambian a cultivos más rentables como el aguacate, el jitomate, las frutas y las hortalizas en las que existen mayores márgenes y posibilidades de venderle a Estados Unidos. Y es que la productividad del maíz en México es bajísima en comparación con la de Estados Unidos, donde existen mejores condiciones de suelo y tecnología. Así, poco a poco nuestras tortillas traen menos maíz mexicano. Además, el consumo de tortillas está cayendo, al ser desplazado por substitutos como pan, galletas y, en general, por el acceso a una oferta más variada de alimentos a bajo precio.

Estos fueron sólo algunos capítulos del drama del comercio internacional de alimentos. La serie tiene muchas temporadas y personajes invitados que usted puede descubrir si tiene un poquito de curiosidad. Me quedé con ganas de contarle los chismes sobre las importaciones de patas de pollo o de arrachera que, como nadie quiere en Estados Unidos, enfurecen a los productores locales obligados a bajar sus precios.

¿Qué historias de poder y mafia habrá detrás de los chiles de China, el parmesano de Italia, la mantequilla de Nueva Zelanda, los calamares de Chile, los vinos de Argentina y los jabugos de España? En cada drama se esconden los intereses contrapuestos de productores, importadores, mayoristas y comerciantes. A pesar de los constantes intentos de los políticos por regular el comercio para defender los intereses de los productores locales, la ley del mercado se impone, respaldada por el apetito de los consumidores que demandamos mayor diversidad de productos de todo el mundo.

 
 
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Este ensayo proviene de nuestro especial Pan y circo: Comida y política. Si no lo tienen, consíganlo acá. Y, de paso, suscríbanse a HojaSanta. Sin acarreos.

 
 

 
 

¿Basta de política? Tengan tacos.