No Seconds

 

por Adrián Espinoza; fotos: Henry Heagreaves

Nellie Campobello dedica la segunda parte de su libro Cartucho a los fusilados de la Revolución y narra, entre otras historias, la del fusilamiento del general villista Pablo López. La narración del episodio se entreteje a través de dos textos: La muleta de Pablo López y Las tarjetas de Martín López, ambos con la presencia de Martín López –también general villista y hermano del fusilado en cuestión– ya como fuente testimonial o como sujeto narrativo. Los dos relatos coinciden en afirmar que antes de morir, Pablo López pidió que le llevaran el desayuno al lugar donde sería fusilado, y una vez ahí, frente a su inaplazable final, le dieran un vaso de agua mineral.

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Años después y obsesionado con este episodio, Jorge Aguilar Mora lo retomó en su libro Una muerte sencilla, justa, eterna. Ahí propuso que la petición del general, esa última comida y, sobretodo, el vaso de agua mineral que pidió para curarse la acidez minutos antes de morir, no debía interpretarse a partir de su carga simbólica, sino como el acto humano de asumir hasta el último momento la responsabilidad biológica sobre la vida, aún enfrentándose a su final. Esta idea de preservación de la vida se acopla orgánicamente con la noción de un último momento de libertad: el acto de elegir y comer una última cena.

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En 2011 el estado de Texas abolió la posibilidad de que los condenados a muerte pudieran elegir su última comida; desde ese año todos los que están por recibir la pena de muerte en un mismo día, comen el mismo menú y las mismas porciones. Dentro de este contexto el fotógrafo Henry Hargreaves (Deep Fried Gadgets, Band Riders) concibió la serie fotográfica No Seconds, un proyecto que consta de diez fotografías en las que se retratan las últimas cenas de diez prisioneros condenados a muerte en Estados Unidos. Las imágenes evitan la reconstrucción del espacio en el que se llevan a cabo las cenas pero capturan los alimentos cocinados, dispuestos en platos y acompañados por cubiertos, sobre distintos manteles que proveen un fondo cuya universalidad los exime de cualquier relación con la cárcel, asociándolos con algo más común: la mesa. Todas las fotografías se acompañan de los datos de quienes ordenaron las cenas, su nombre, cargos, edad, platillos solicitados y el estado donde se llevo a cabo su ejecución.

No Seconds forma parte de una genealogía de proyectos recientes, fotográficos y plásticos, que tienen como objeto la última cena de los condenados a muerte en Estados Unidos, entre los que destacan Last Meals Project de Jonathon Kambouris y The Last Supper de Julie Greens. En Last Supper, Greens opta por la representación pictórica de las últimas cenas y lo hace en platos que posteriormente son exhibidos. Por su parte, Last Meals Project se vale del montaje para exponer una serie de datos e imágenes superpuestas de los rostros de los condenados; debajo, los platos de su última cena separados uno del otro; y del lado derecho, algunas notas en papel rayado sobre los datos de ejecución y condena de cada reo.

Hargreaves cocina las últimas cenas para después fotografiarlas, dando así un paso más allá de la simple exposición de datos o la representación pictórica. Su interpretación es, quizá, la más literal de todas las que se han ocupado del tema en los últimos años. En este sentido el proyecto de Hargreaves parece dotar a la imagen de una cualidad casi testimonial en la que el condenado, inevitablemente silenciado, se humaniza a través de la decisión, natural y cotidiana, en torno a su propia alimentación.

Si somos lo que comemos y la comida es una expresión de gustos personales, resulta plausible asumir que la última cena es un vehículo de expresión cuyo particular contexto sólo la dota de potencial discursivo y narrativo. Como ejemplo basta pensar en la última petición de uno de los condenados retratados en el proyecto: una aceituna con hueso. El prisionero en cuestión tenía la creencia de que, una vez muerto, la aceituna crecería dentro de su cuerpo y se convertiría en un árbol de olivo, en un símbolo de paz.

El tratamiento que Hargreaves da a los ejecutados en este proyecto ha sido punto de partida para críticas que lo acusan de humanizar a individuos cuyos actos criminales los llevaron a sufrir el proceso más severo que el marco legal contempla: la condena a muerte.

Las imágenes abren la posibilidad del discurso teniendo, por un lado, la expresión del condenado a través de sus elecciones culinarias y, por el otro, la posterior interpretación en torno a las mismas. Además, las fotografías descubren una relación subrepticia, propia de las últimas cenas, formada entre la tensión que genera un aparente momento de libertad y las condiciones, a veces severamente limitantes, bajo las que se lleva a cabo unaúltima decisión. En Florida, por ejemplo, los ingredientes de una última cena deben ser producidos localmente y el costo total de los alimentos no puede exceder cuarenta dólares; en Oklahoma el costo no debe sobrepasar los quince dólares; en Virginia, este último alimento tiene que ser elegido entre los 28 platillos que componen el menú mensual de la prisión.

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Esta serie de fotografías muestra la decisión –aparentemente cotidiana– en torno a qué comer, como uno de los últimos reductos de libertad en la vida de un condenado; una decisión común tomada dentro de un contexto extraordinariamente liminal. Como ya apuntaba Jorge Aguilar Mora a propósito del fusilamiento de Pablo López, comer, la acción de alimentarse frente a la muerte, es un acto humano y responsablemente ético que busca prolongar la vida hasta el último instante, aún cuando la definición misma de la situación –fusilamiento o pena de muerte– invalide este propósito. Así, No Seconds representa una profunda y paradójica disociación entre la forma y la función del acto de comer una última cena. En este sentido, las imágenes cuestionan la naturaleza de la pena de muerte a través de un último acto que el condenado, coartado de propiedad y potestad por el Estado, puede tener sobre su propia vida. De igual forma, esta serie plantea una reflexión en torno al proceso histórico que ha llevado a que la ejecución, antes abierta, sea a puerta cerrada, frente a la naturaleza pública y a detalle de esa última cena, misma que, en esencia, es un recurso paliativo que tiene como objeto delimitar una diferencia crucial entre el acto criminal de tomar una vida, y el estatal, aparentemente más compasivo.