Yamagishi Kazuo: el dios del ramen

 

por Alonso Ruvalcaba

Ramen: cosa elusiva, reconocible, inasible, cosa japonesa, china, caldosa, sápida, fideo, carne, huevo, pescado, alga, soya, sopa, cosa cambiante, sal, mucha sal, miso o no miso, plato más fuerte que el más fuerte de los platos. El ramen puede cambiar una vida, puede inflamarla de deseo, un deseo que no es hambre o antojo sino algo más. El ramen puede inspirar una vida. El ramen, como el jazz o el rock, como algunas drogas, como la carretera, como la poesía, tal vez como el cine, tiene ese poder. El ramen (ラーメン) es un alimento pero es más una vocación.

Probablemente es cierto que la maestría, en Japón, es la obsesiva capacidad de dedicarse a una sola cosa: a borrar el mundo o convertir el mundo en un manantial que surte esa sola cosa que es a la que el maestro japonés ha decidido dedicar su obsesión. El maestro japonés (al menos en nuestra mente occidental, que está hecha de leyendas, pero este texto quiere contribuir a una leyenda) pasa su día a un ritmo lento, constante, controlado, y todo el tiempo de su trabajo –que es casi todo el tiempo que el maestro pasa en vigilia– está dedicado a perfeccionar, afilar, refinar y afinar su oficio. El maestro japonés ha dedicado tanto tiempo a su materia que puede hacerla, ante los ojos de cualquiera, a la perfección en mero piloto automático. Pero el maestro japonés no puede conformarse: lo mueven al mismo tiempo una tremenda humildad y la certeza de su propia capacidad extraordinaria. Entonces su oficio se vuelve ritual: cada una de las fases de su trabajo diario –empezando por aquella que el ojo no entrenado considera la mínima, la más aburrida, la menos importante– es tratada como un asunto no sólo ineludible: vital.

 
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He dicho dos cosas: 1. el ramen es una vocación y 2. el maestro japonés es único en su capacidad obsesiva. He aquí la tercera: en la vocación del ramen, el más grande maestro japonés que hasta hoy ha sido se llama Kazuo Yamagishi.

En su juventud, antes de ser llamado al mundo del ramen, Yamagishi-san se entrenó en mori soba, fideos de trigo sarraceno servidos fríos en una canasta cuadrada; en un tazón, a un lado, un dashi muy sazonado para sopear los fideos. Su padre, como es tradición, lo había entrenado en ese oficio. Cuando su padre murió, como es tradición que hagan los padres, el chico tenía 17 años. Vivía en la prefectura de Nagano. Cogió un atillo con sus cosas y abrió su primer localito en el distrito de Nakano, Tokio. Lo llamó Taishôken, que dicen significa Casa de la Victoria. Era 1951.

 
 
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El maestro, jovencísimo, intuye ya las posibilidades de su oficio, y va depurándose hacia el ramen, que en los años cincuenta aún no tenía la resonancia que tiene hoy a través de todas las clases sociales del Japón. Más leyenda: Yamagishi-san comienza a preparar ramen en el estilo de mori soba en 1954. Las dos diferencias claves son que los fideos del joven maestro están hechos de harina de trigo y agua con kansui, que les da una cualidad alcalina, y que el líquido para sopear está caliente. La invención es legendaria porque terminó siendo una innovación brutal, de fondo, una renovación que cambió la forma en que los cocineros pudieron pensar sobre ramen. Fue una deconstrucción, una reingeniería. Piensen en las innovaciones de Ferran Adrià a principios de este siglo y se estarán aproximando a lo que se gestaba en el localito de Yamagishi.

Tsukemen en Taishôken

Tsukemen en Taishôken

 
 

Entre la primera aparición de este plato desmontado, replanteado, y el perfeccionamiento de la receta pasaron siete años. Cuando el maestro empezó a sentirse confiado abrió otro Taishôken y lo dedicó a su nuevo plato –en el Japón un plato de siete años de vida es desaforadamente nuevo, es un bebé de brazos–, al que llamó tokusei mori-soba. (Nosotros hoy lo conocemos como tsukemen.) El éxito fue instantáneo. Hay cuatro elementos centrales en todo tazón de ramen: el tare, el caldo, los fideos y los toppings. El tare (o kaeshi) es una reducción salada, de variable intensidad, que se coloca al fondo del plato (o, menos ortodoxamente, se mezcla con el caldo antes de servirlo), cuyos elementos, a su vez, establecen el “sabor” o tipo de ramen. El tare del ramen de Yamagishi Kazuo es un tare de shôyu o soya. Es un caldo ciertamente oscuro pero también nítido, cargado de umami; agarra por dentro los cachetes, los jala, los fuerza a salivar. Es un caldo ligeramente dulce, especiado, picoso, con apenas notas de vinagre, que se pega eróticamente a los fideos extra gordos.

El éxito, repito, fue instantáneo e interminable. Sobreviven fotos de colas de cincuenta o más personas formadas para entrar a Taishôken. Las fotos datan de los sesenta y los setenta y los ochenta y los noventa y la década pasada y esta década: el restaurante nunca perdió clientes.

ilustración: Mike Houston para Lucky Peach

ilustración: Mike Houston para Lucky Peach

Ni aprendices. Yamagishi-san y su esposa no tuvieron hijos. “Mis aprendices son mis hijos”, decía el maestro. “Todos los que quieran aprender de ramen son bienvenidos.” También fueron siempre bienvenidos quienes quisieran reproducir su receta en otros lados. Al menos cien aprendices abrieron “sucursales” de Taishôken en Tokio y el resto del Japón; Yamagishi-san jamás pidió un yen como regalía de esos restaurantes generalmente exitosos. (También hay Taishôken fuera de Japón.) En 1986 murió la esposa del maestro. Él –según sus propias palabras– “perdió la voluntad de vivir”, que es decir “perdió la voluntad de cocinar”. Cerró el restaurante. Como es debido, colocó la noticia del cierre en papeles blancos en la vieja entrada del local. Pronto empezaron a aparecer mensajes de sus clientes y aprendices de los más de treinta años que el maestro llevaba cocinando y enseñando en Tokio, escritos en los avisos del cierre. Cuando no cupieron más, el maestro, conmovido y vuelto a la vida, decidió reabrir. Más de veinte años pasaron antes de que Yamagishi-san se retirara de la línea de cocina. A partir de 2007 “sólo” verificó el caldo y los fideos cada día, y se sentó diariamente en la entrada del local a darles la bienvenida a sus comensales, muchos de los cuales lo conocían como el dios del ramen.

Luego, hace dos años, Yamagishi fue y se murió. Tenía ochenta años, que no son ni un pestañeo en la tremenda historia del mundo, pero que son casi la mitad de la historia del ramen. Yamagishi es uno de los forjadores de esa historia, tal vez el máximo que vivió.~


Si lo encuentran por ahí, no se pierdan el documental El dios del ramen (2013). Aquí está el tráiler:


Y hagan ramen en su casa. Honren al viejo maestro.


Una versión de este texto apareció en Animal.