Cómo el cine endulzó mi vida

 

por Daniel Krauze

Nací durante los ochenta, en el último renglón del México endeudado y lopezportillista, y crecí en el DF, una ciudad apenas de pie tras los sismos de 85, contaminada y sucia. Con todo y todo, considero un privilegio formar parte de la última generación que vivió un país prenarqueado, presalineado y preglobalizado, antes de que bastara entrar a un Oxxo para conseguir un Snickers, cuando el coche de lujo era un Chrysler y la televisión gringa llegaba cortesía del canal 4, con series que en Estados Unidos dejaron de transmitirse por ahí de 1973. Cuando supe que Hulk había salido del aire antes de que yo naciera, me sentí estafado. Durante años pensé que cada capítulo que veía acababa de salir del horno.

Durante mi niñez, el único contacto que tuve con esa mítica tierra de la abundancia fue gracias a mi hermano, que viajaba a San Antonio con mi abuela y tenía el detalle de regresar con Hershey’s y Nerds extraviados en el desmadre de su maleta. Lo oía llegar del aeropuerto y entraba a su recámara, a esperar que me diera una corta del botín. El Milky Way, en particular, me parecía una confección incomprensible –de tan buena– cuyo nombre mismo me remitía a un alimento extraterrestre.

Abría la envoltura entre colmillos y le daba la primera mordida, mientras mi inexperto paladar intentaba discernir sus ingredientes. Para resolver el misterio, un día tomé una barra, la coloqué sobre una tabla de madera de la cocina y la rebané a la mitad, con un cuidado francamente innecesario. Dice mucho de mi infancia –y de aquel México insular– que recuerde mejor ese Milky Way partido en dos que los rostros de mis compañeros de primaria. Qué lindos sus colores, sus texturas contrastantes y ese degradado cromático, como un cuadrito de Rothko enmarcado con chocolate. La mezcla me pareció tan fascinante, tan meticulosa y ordenada, que congelé uno de los pedazos para poder verlo siempre. El otro me lo comí, encerrado en mi cuarto, a escondidas, como si comer un Milky Way fuera lo mismo que fumar crack.

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Había un motivo central detrás de esta temprana obsesión: en casa de mi mamá nunca hubo dulces ni postres. Me sorprendía abrir las alacenas de mis pocos amigos y encontrar bolsas de papas, Pelones Pelo Rico y Pulparindos. También me inquietaba que sus señoras madres me ofrecieran una rebanada de pay antes de levantarnos de la mesa para jugar Nintendo. Mi hermano odiaba el refresco y el agua de sabor, así que en mi casa ni la bebida era dulce. Los sabores cotidianos de mi niñez eran salados, muchos de ellos adultos: arenque en lata –reminiscencia de mis bisabuelas paternas–, cecina enchilada de Valle de Bravo, huevos cazuela en un desayunador de Coyoacán y fondue en La Cabaña Suiza, cerca de Toluca, que era mi restaurante favorito porque tenía un jardín lleno –o lleno en mi memoria– de perros sanbernardo. A mis compañeros les mandaban jícamas con limón y chile, paletas y hasta cigarros de chocolate en sus loncheras de los Thundercats, mientras que a mí me enviaban un puño pegajoso de ciruelas pasa, envuelto en papel aluminio, en una lonchera de triste entramado metálico: la prisión del lunch. Ahora mi madre se atreve a preguntarme por qué no conservo ningún amigo de la primaria.

Una de mis actividades favoritas era escaparme a los puestos que se ponían afuera de la iglesia del Pedregal, donde, por motivos que nunca comprendí, las marchantas vendían productos importados. Me gastaba todo mi dinero en dulces gringos y, al día siguiente, me despertaba a las cuatro de la mañana, cuando mis papás todavía estaban dormidos, para jugar Nintendo y comer Sweet Tarts, Mamba, Bottle Pop, Warheads y Runts. Cada cajita de Runts –unos guijarros ácidos, de veras espantoso– me costaba la mitad de mi semana, pero la travesura valía la pena. El madrazo de azúcar era justo lo que necesitaba para mantenerme despierto, mientras intentaba acabar Mario Bros. 3 –sin usar ni una flauta– antes de que el resto de la casa despertara.

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Los videojuegos satisfacían mi necesidad de dulces de manera clandestina, sólo en el cine era legal. Ahí, mi papá me llevaba a la tienda y, durante el intermedio, me compraba sándwiches helados y golosinas. Empecé a ir al cine, incluso a amar el cine, porque sólo ahí podía comer como niño. Por lo menos en un principio, las películas me importaban un carajo. Lo que quería era un pretexto para llenarme la boca de palomitas.

Muchas cosas en México han desmejorado con el tiempo. Algunas están peor que nunca. El cine no es una de ellas. Mi papá y yo íbamos a La Linterna Mágica, a la que apodamos La Gotera Mágica. Pedregal 70 no era mucho mejor, a pesar de que, a la salida, como todavía pasa en los conciertos, me topaba con vendedores de mercancía pirata a los que les compré un Batman de plástico –¡con paracaídas incluido!– y un E.T. de felpa. Lamentablemente, Pedregal 70 sobrevendía boletos. Gracias a su política de aerolínea latinoamericana, tuve que ver Dick Tracy sentado en los escalones y Volver al futuro III acostado justo debajo de la pantalla. No había asientos asignados, ni salas VIP, ni meseros yendo y viniendo con crepas para los que confunden el cine con un Garabatos. Los asientos eran tiesos, angostos y rechinantes, y ningún complejo cinematográfico tenía más de tres salas. Pero había dulcerías. Enormes, luminosas e increíbles dulcerías. Los pasillos, la entrada y hasta los baños olían a mantequilla quemada, a palomitas viejas y al azúcar del refresco, una de las mezclas más entrañables de mi niñez. La invoco y no sólo salivo: se me dilatan las pupilas, siento cosquillas en las piernas y me imagino en la sala, con la película a punto de empezar. En un reflejo atávico, hasta me paso la lengua por los dientes, en busca de un trozo de maíz insertado entre mis muelas de leche.

Por motivos distintos, el cine no tardó en volverse un vínculo esencial con mi amigo Sebastián Hiriart –quien acabaría siendo director de cine– y mi papá. Con Sebastián empecé a disfrutarlo como una travesura gastronómica, porque podíamos comer lo que quisiéramos, y una travesura visual, porque una de cada dos películas que veíamos era clasificación C: Drácula de Coppola, Timecop de Van Damme y, por supuesto, Bajos instintos, donde recuerdo no haber entendido exactamente qué había visto cuando Sharon Stone cruzó, separó y volvió a cruzar las piernas. Con mi papá, ir al cine se volvió una bonita rutina. Una semana entrábamos a ver una película que a él le interesaba y a la siguiente me acompañaba a ver una para mí. Vimos La lista de Schindler y Ace Ventura, Quiz show y Parque jurásico, Danza con lobos y la segunda de Los cazafantasmas. En el cine encontramos un territorio neutro, ni adulto ni infantil, donde él, que nunca supo exactamente cómo comunicarse con un niño, y yo, que estaba harto de no tener diez años, hallamos intereses en común. Las pláticas saliendo de la sala se extendieron tanto que por sí solas nos llevaron a buscar restaurantes y cafés donde sentarnos a conversar. Así empezamos a ir a Sanborns a comer hot fudge o a Las Lupitas a tomar atole. El cine se volvió nuestra lingua franca. El cine nos hizo amigos. El cine, literalmente, endulzó mi vida.

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