De hornos y bollos

 

por Jorge Pedro Uribe Llamas; foto: The Salmon Kitchen, 1964 en Shorphy.com

 
hojasanta_dossier 11-uribe_hornos y bollos 01.jpg
 

No me consta, pero al parecer esta revista deja de circular en papel porque no muchos anunciantes creyeron en ella. Qué tontos los que no se atrevieron, cuán cortos de miras. Disculpe el lector el tono quejoso, este texto trata de echar mordidas, o ladrar puramente. El horno sí está para bollos.

Somos penosos, y no lo decimos. Sólo hay una cosa más vergonzosa en México que ser muy rico: ser pobre, y hacia allá nos dirigimos varios que procuramos laborar con empeño y corrección. Indignan el creciente precio de los servicios, los clientes que pagan tarde sin siquiera ofrecer un aviso (ya no hablemos de disculpas), el puñado de cínicos que se cascan una oferta inmobiliaria que ya nada más ellos pueden demandar, la entrega de la capital al capital por parte de un gobierno que nos dificulta cada vez más los derechos esenciales, como la vivienda, la seguridad e incluso el libre tránsito, a la vez que nos distrae con eventos multitudinarios y dilapida el herario en acarreados y la compra de votos.

Así, con esta nube oscura encima de nosotros, nos acercamos a un bonito comedor que, hemos oído, suele esforzarse en sus materias primas e imaginativa preparación. Además el chef ha trabajado bastante, y la suya no es una tarea sencilla. Bravo. Es la hora de salir a comer bien, que por fin nos pagaron un artículo que entregamos hace seis meses, puntualmente. Y entonces llega la cuenta por dos platitos más bien escasos: 500 pesos: la mitad de dicho pago, que, oh fortuna, corresponde a haber reseñado restaurantes. No importa: es un lujito. Sin embargo, ¿por qué tendríamos que quedarnos con hambre? Eso sí no. Y no obstante rara vez alguien se queja. Qué vergüenza objetar las once papitas fritas que acompañan a un emparedado de magro rosbif o pastrami, o los seis boquerones mal aliñados, o los ocho pedacitos de queso de una tabla súper cara, o el ceviche minúsculo que sólo nos abre el apetito, o el postre que casi cuesta lo mismo que el plato fuerte. Qué oso hacer el oso, sobre todo si estamos en un lugar de moda, mejor dejarlo pasar, check-in en Swarm y calladitos nos vemos más bonitos. Y de bonitos están hechas las injusticias.

También hay que entender a los restauranteros: las rentas están por los cielos. Y, a pesar de todo, resulta injusto que el comensal deba pagar por esto. Si de verdad deseamos levantar la economía y hacer resurgir las colonias céntricas después de los sismos todos estamos obligados a poner de nuestra parte, a echar mano de la inteligencia, y no solamente extender la mano. De lo contrario los viejitos del futuro, que ya empezamos a serlo, terminaremos comiendo en La Corte, en la calle de Uruguay, o el departamento de la familia Morales, sobre Chile, en donde sí nos tratan con respeto y se come de veras rico. De veras, amigos: ya no tenemos dinero. El horno no está para bollos, y puede que acabe quedándose vacío. Qué lástima.~


Este texto es parte de nuestro especial Maneras de despedirse. Pueden leerlo aquí, y de paso decirle adiós a la versión impresa de HojaSanta.