Un bocado memorioso

 

por Luis Reséndiz; collage: Alejandra Vergara

He vivido en varias ciudades de México y no conozco una peor que Coatzacoalcos. Lo digo como un lamento, porque ahí es donde nací. Coatzacoalcos sufre de temperaturas elevadísimas —hasta 50 grados centígrados, recientemente—, un olor penetrante y nauseabundo —producto de las décadas de trabajos en las petroquímicas que rodean a la ciudad— y, a partir de la guerra contra el narcotráfico, altos índices delictivos —asesinatos, secuestros, extorsiones, robos: ustedes elijan, Coatzacoalcos tiene de todo.

Tan tiene de todo que crecer ahí no fue una experiencia traumática. No enteramente, al menos. Porque lo que era un mar de violencia, falta de empleo y calor asfixiante pasaba desapercibido cuando uno tenía al alcance un mar —literal y metáforicamente— de comida deliciosa. Unos cuantos recuerdos sueltos: ir al mercado de mariscos en domingo por la mañana para comprar unos camarones que, si uno tenía suerte, podía ver salir del río en una red que los pescadores iban a poner sobre la mesa donde inmediatamente se vendían, fresquísimos; visitar el Taconazo, famoso porque Salma Hayek —que también nació en ese infierno disfrazado de ciudad— iba a comer ahí y donde tenían una foto de la actriz comiendo en el local, doblemente famoso por ofrecer una de las mejores y más jugosas cochinitas que he probado; pasear por el mercado Morelos[1] y comer su infinita variedad de tacos: de longaniza, de tripa (esta tripita, dorada con precisión de relojero justo hasta un instante antes de comenzar a calcinarse, es la materia de la que están hechos mis sueños), de seso, de bistec (mis menos favoritos). Ir al mercado Morelos era un poco una fiesta por motivos no solo alimenticios: ahí compraba mis Kalimán (el hombre increíble), mis Fantomas (la amenaza elegante), mis Batman, mis Spider-Man, y después, cuando descubrí otro puesto de cómics viejos, muchos otros cuentos más.

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No era la única comida que me sacaba de mis casillas en Coatzacoalcos. A veces, cuando había dinero y mi padre estaba de humor, íbamos a Paletas Bellizzia, que estaba a cuatro cuadras de la casa donde crecí y donde hacían unas paletas congeladas híper cremosas en vasito de plástico, delirantes de tan dulces, capaces de empujar a los débiles al coma diabético. En la misma calle, en la esquina, pegadito a las Paletas Bellizzia, estaban las Maxi Hamburguesas, unas hamburguesas gigantes con un pan delgado y grande que jamás he vuelto a ver en mi vida y que podían llegar a medir sus buenos veinticinco centímetros de diámetro. Las Maxi eran una experiencia única porque lo único que te daban era el pan y la carne (económica hasta decir basta y, como mucha otra comida mexicana, híper cocida, asada al carbón) con un queso fundido encima: tú les ponías la verdura y los condimentos que querías. Yo bañaba a las mías de chipotle, mostaza y rajas, y comerme mi creación siempre me ponía de buenas[2].

Afuera de la escuela donde estudié la secundaria y parte de la preparatoria (antes de que me expulsaran porque le dije a la maestra de antropología, textualmente, que no dijera estupideces cuando me puso mal un acierto esencial para pasar su materia: había escrito mal Lévi-Strauss, con una “s” de menos. El atrevimiento me ganó la admiración de la clase pero la expulsión de la escuela, por segunda vez) se ponía un señor a vender volovanes, bastante mejores que la comida de la escuela que, salvo una torta de salchicha enchipotlada que era la base de mi dieta, me parecía como salida de un campo de concentración. Los volovanes eran generosos, como deben serlo los buenos volovanes, un rectángulo calientito que, rodeado por una orilla de hojaldra seca, árida, de mero trámite, guardaba en su interior una masa de queso amarillo y jamón que, con unas gotitas de cátsup y valentina, sabía a puritita gloria. Diez pesos costaban: cuando los subió a quince se derrumbó mi economía. En la panadería Lerdo —que quedaba por mis rumbos: apenas a una cuadra de Bellizzia y Maxi Hamburguesas— vendían unas versiones ligeramente mejores de los volovanes: unas hojaldras, triangulares como rebanada de pizza, cubiertas de una capa de azúcar que sería grosera de no resultar deliciosa. Ya que menciono a la pizza, unas que eran y son ineludibles en Coatzacoalcos: Il Buon Mangiare, una cadena local de tres sucursales a la que solo íbamos en ocasiones de verdad especiales. Conforme pasó el tiempo, evidentemente, dejamos de ir.

La comida de Coatzacoalcos, lo quiera o no, me persigue. Está en todas partes. Como pasa con los antojos infantiles, hoy, a mis treinta años, está más hecha de memoria que de sabor. Todas las pizzas se tienen que medir con las de Il Buon Mangiare, y como aquellas son intangibles, puro eufórico recuerdo, las competidoras pierden irremediablemente. Lo mismo pasa con los tacos, las hamburguesas, los helados, los camarones (ningún camarón de la Ciudad de México puede competir con un camarón recién salido del río: perdónenme, pero es verdad). La comida nueva que me encuentro tiene, pues, un competidor invencible: la feliz memoria de las comidas infantiles.

* * *

Miento, por supuesto. Ese era el final que habría gustado a mi faceta puramente conservadora: pensar que los sabores de la niñez son inigualables, inmejorables. Es, por supuesto, una ilusión retrógrada, como la de aquellos viejos que creen que el rock nunca será lo que fue y que cualquier banda contemporánea será incapaz de llegar a esas alturas; como la de esos que creen que el español era perfecto y que las palabras en inglés nomás llegaron a partirle su máuser; como aquellos otros que solo conciben a la quesadilla con queso y no —por decir cualquier cosa— sin él. La revelación me llegó un día, accidentalmente, en un Walmart. Pasé por el pasillo del pan buscando pan de muerto —venturosamente, Walmart ha decidido ponerlo en venta desde agosto—, pero fracasé en mi búsqueda. Encontré, no obstante, unas hojaldras muy similares a aquellas de la panadería Lerdo. No era la primera vez que me pasaba: en no pocas ocasiones he buscado esas hojaldras, y la mayoría de las veces su sabor es apenas una pálida sombra de aquel otro que me hizo tan feliz de niño. La esperanza, sin embargo, es terca, y me llevé conmigo un par de aquellas hojaldras cubiertas de azúcar y rellenas de jamón y queso.

Las probé a la mañana siguiente, acompañadas de un café negrísimo y muy dulce —bien dice una amiga que a los veracruzanos nadie nos puede reprochar el derecho de tomar el café muy dulce—. Saqué las hojaldras de la bolsa y me senté en la mesa de mi sala. Mordí la hojaldra —sentí el azúcar desparramándose en mi lengua—, y en el mismo instante en que aquel bocado, con la unión de lo dulce y lo salado, tocó mi paladar, me estremecí y fijé mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadía; las vicisitudes de la vida me parecieron, entonces y de pronto, indiferentes; sus desastres, inofensivos y su brevedad, ilusoria. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. Me urgía conocer la fuente de aquella potente dicha, así que acometí una segunda mordida, que no me dijo más que la primera, y luego una tercera, que me dijo aún menos. Era hora de detenerse: la virtud de la hojaldra se diluía. Me resultó claro, entonces, que la verdad que yo buscaba no estaba en ella, sino en mí: la hojaldra la despertó, pero no sabía cuál era y lo único que podía hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio sensorial que resucitaba a la panadería Lerdo en mi paladar. Emergí transformado, consciente ahora de que lo que un bocado genial hizo décadas atrás puede ser igualado en momentos imprevisibles. Aturdido, dejé la hojaldra en su plato y me puse a indagar dentro de mi alma, que está, como las pizzas y las hamburguesas y la cochinita y los tacos y mi niñez, en Coatzacoalcos.~


[1] La familia Reséndiz, al menos la rama a la que yo pertenezco, migró de Salina Cruz, Oaxaca, también en la región del Istmo de Tehuantepec, a Coatzacoalcos, Veracruz, hace dos generaciones, cuando mi abuelo, Andrés Reséndiz Labias, llegó a la ciudad a trabajar como fontanero, ofició que ejerció hasta el día de su primera muerte, es decir, el día que perdió toda memoria. Mi padre fue el primer Reséndiz nacido en Coatzacoalcos, y la herencia istmeña nunca lo abandonó. Cuando yo era niño no era raro que fuéramos a celebraciones netamente oaxaqueñas ahí mismo, en Coatzacoalcos, y en consecuencia la idea que yo tenía de mis parientes era la de gente con el traje típico tehuano: las mujeres con sus rabonas y su huipil con flores bordadas, el largo pelo, siempre negro y brillante, peinado en dos trenzas que podían o no unirse en algún punto. Los hombres, fuera de llevar guayabera, resultaban intrascendentes. Un día, mientras caminábamos por el mercado Morelos, centro neurálgico de vendedoras istmeñas en Coatzacoalcos, pasó una señora —una de tantas que a diario se ven ahí— con su traje de tehuana. “Ahí va tu tía”, me dijo mi padre al oído, “salúdala”. Yo, que vi en ella las señas características que solía ver en todas mis parientas, corrí a saludarla. Cuando llegué a su lado, la señora me miró con extrañeza, me palmeó la cabeza y se siguió de largo. A lo lejos, mi padre se partía de risa: no era mi tía, claro, sino solo una mujer con traje de tehuana. A la fecha, no puedo dejar de ver ese traje —que por lo demás me gusta mucho— sin sentir una punzada de vergüenza y humillación, eco de aquella que sufrí cuando caí redondito en el timo paterno.

 

[2] Las cadenas de comida rápida tardaron en llegar a Coatzacoalcos, así que crecí con poca idea de su existencia hasta que un buen día, a pocas cuadras de mi casa, pusieron un McDonald’s. Sus juegos, de plástico fulgurante y colores que saturaban la pupila, lo hacían el lugar más atractivo de la ciudad a todos los que teníamos de quince años para abajo (y supongo que también a los de quince para arriba). El olor del humo era casi erótico —¿Recuerdan ese lugar común de las caricaturas en el que el espíritu del olor de algo riquísimo toma forma de mano y arrastra a un personaje? Ah, pues así se sentía al pasar cerca del McDonald’s nuevecito—, y todos los niños de la ciudad atiborraron el local como solo se puede en un negocio potenciado por la mano del imperialismo. Dije todos los niños de la ciudad, pero no era cierto: a mí hermana y a mí se nos prohibió el McDonald’s, nomás porque sí, porque mi madre era una prohibicionista compulsiva (algunas otras cosas que nos prohibió: los pantalones rotos, Naranja Mecánica de Stanley Kubrick, Los Simpson, la interjección “¡Dios mío!”, pedir dulces en Halloween, participar en las ofrendas de Día de Muerto, los juguetes de Pokémon, Dragon Ball Z, jugar Mortal Kombat, llevar tenis nuevos a la escuela, gastar el sueldo sin dar diezmo y sin darle a ella un porcentaje indefinido, reprobar materias —nunca la cumplí— y, como adenda, sacar menos de nueve en materias —evidentemente tampoco fue cumplida—, no acabarse la comida y varias más para las que el espacio ya no me da). No fue sino hasta mucho tiempo después que probé las hamburguesas de McDonald’s, y salvo la clásica, la de queso que cabe en la palma de la mano (esa maravilla, ese trozo de industrializada perfección), el resto del menú me parece más bien anodino.