Tragedia Láctea

 

por Venetia Thompson; foto: Ana Lorenzana

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«Me gustaría que dejaras todos los lácteos por dos semanas». Fueron las palabras más dolorosas que jamás he tenido que oír; palabras que jamás pensé que escucharía y que me desgarraron el corazón. Inmediatamente empecé a hiperventilar, diciéndole al doctor que estaba loco, que seguramente estaba acostumbrado a tratar mexicanos que no podían digerir la lactosa, pero yo era distinta: había crecido en medio de la nada, junto a una pequeña granja productora de lácteos en South Devon, Inglaterra, y por lo tanto mi cuerpo estaba más o menos compuesto por 75% crema de rancho y 25% mantequilla recién batida. Le expliqué que para mí simplemente no existía el concepto de demasiados lácteos. Yo era el equivalente británico de Mowgli: criada por vacas lecheras.

De niña, cuando peleaba con mis padres, salía corriendo de la casa, me brincaba la reja al final de nuestro jardín y me tiraba sollozando sobre el pasto entre las vacas brevemente sobresaltadas. Y ahí me quedaba echada escuchando su lento y rítmico masticar hasta que dejaba de llorar.

Una vez, a los ocho, después de ir brincando cacas de vaca con una amiga (sí, eso era nuestro entretenimiento en el campo), inexplicablemente terminé encuerándome por completo y embarrándome de la cabeza a los pies con mierda de vaca, lo cual ahora, en retrospectiva, únicamente puedo interpretar como una demostración insolente de mi hermandad vacuna.

A la hora de la cena, nuestra mesa siempre era como un poema a la vaca. Los bollitos calientes de mi madre, recién salidos del Aga, los untábamos con mantequilla salada y recién batida antes de ponerle encima la espesa crema (tradicional de Inglaterra) y mermelada de fresa. El té (siempre English Breakfast, nunca Earl Grey) siempre llevaba una salpicada de leche entera. Pan, bollos, pasta, papas al horno, puré de papa y huevos revueltos eran meros vehículos para la mantequilla y la crema. Por eso, cuando tontamente decidí a los 17 embarcarme brevemente en la dieta Atkins, cargar con un envase de crema y una cuchara en mi bolsa de mano parecía completamente natural. ¿Tienes hambre? Una cucharada de crema de rancho y listo.

No, simplemente no había forma de que mis adorados lácteos ahora estuvieran causándome este doloroso y quístico acné. De ninguna manera. Excepto que sí. Las sospechas del amable doctor eran ciertas. Y así, ahora, cuando visite Devon este año, me tendré que enfrentar con una disyuntiva: mi cara o la crema. Creo que todos sabemos a cuál le daré prioridad…