¿Qué demonios hacemos con los recuerdos?

 

por Alonso Ruvalcaba; foto: Ana Lorenzana

Este texto proviene de nuestro especial Entre la niñez y los recuerdos, que está listo para salir al público y trae un montón de cosas buenas. Vayan comprándolo aquí.

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I.

Parte uno: no voy a hablar de cochinita.

II.

¿Qué demonios hacemos con los recuerdos? ¿Por qué de pronto vamos caminando y nos los encontramos tirados en la calle, como una moneda de a diez pesos o una rata muerta? ¿Por qué nos fascinan o nos espantan, justo como una moneda o una rata? Tomen por ejemplo la tarde del domingo pasado. Inocentemente, iba caminando por Madero, una calle que ha cambiado muchísimo con los años. Hoy es peatonal, llena de tiendas de ropa, de bancos, de restaurantes Antonella. Es constreñida, limitada, siempre hasta la madre de gente. Cuando era niño me parecía enorme, aérea, como un portal o un Golden Gate que se abría hacia el zócalo, un brazo gigantesco que nos recibía de vez en cuando.

Había una costumbre en mi casa. Éramos cuatro: mamá, papá y dos hermanitos. Cada quien, una vez al mes, tenía un domingo en que podía decidir qué hacer. Era el domingo de Maris –mi mamá– o de Flor –mi hermana– o de Eusebio –mi padre– o de Alonso. (Teníamos un hermanito imaginario, Gabriel, en honor a un hermano no imaginario que nació muerto, pero él afortunadamente no intervenía en estas cosas). Ya todo eso se borró de mi cerebro, el mundo le dio la vuelta, pero creo poder recordar aún que muchos domingos de Flor eran de ir a Coyoacán, los domingos de Eusebio eran de ir a un concierto en Bellas Artes o la UNAM y los domingos de Maris eran de ir al Munal. Mis domingos eran de ir al Museo de Historia Natural y de comer hamburguesas. Los leones y los delfines –disecados en el tiempo, en una pose majestuosa o saltarina– me parecían fascinantes. Había un indio tarahumara misteriosísimo. Había un oso polar de pie, en dos patas, como preguntándose algo. Había dos coyotes comiendo una presa. Una vez llevamos a Buki, mi perro, a los alrededores del museo. Sobrevive una foto: soy yo, con chamarra roja de Michael Jackson circa Thriller, cargando al pequeño sabueso y con mi sonrisa enorme oculta detrás de su cabecita. No he olvidado cómo lloró el Buki cuando lo dejamos un rato en el coche. Le dije a mi mamá: «Ma, ¿podemos regresarnos a la casa?» «Sí, Alito». Era mi domingo: estaba en mi derecho. (Si por alguna razón nunca lo han hecho, les recomiendo acariciar la cabecita de un cachorro. No hay nada semejante a eso. Es como si nos transmitiera su futuro, como si por el solo hecho de acariciar a un perro nos llenáramos de posibilidades, como si los senderos de nuestra vida se bifurcaran súbitamente y se plantearan todos al mismo tiempo ante nosotros. Por cierto, es mejor hacerlo si el perro está dormido.)

Luego íbamos por hamburguesas. A veces al Hollywood, un lugar que sobrevive y no ha cambiado nada salvo porque los malditos seres humanos que toman las decisiones en Bimbo decidieron dejar de producir Bimbollitos, y ahora todos son Bimbollos y las hamburguesas de Hollywood son «grandes» desde entonces. Hacia 1984 podía comerme dos con queso de una sentada. Otras, íbamos a Mister Kelly’s, que también sobrevive y huele exactamente igual hoy que en los 80. Una vez me dio una versión particularmente maligna, terrible, de sarampión. Durante una semana no probé bocado. El doctor temió que si sobrevivía perdería la vista. Un buen día pareció que empezaba a recuperarme. Abrí los ojos, estiré la pequeña mano y dije: «¿Me traen una hamburguesa de Mister Kelly’s?» Maris se puso a llorar y Eusebio agarró una bici y se fue en chinga a Mister Kelly’s: también iba llorando y riéndose porque sorprendentemente su hijo no se había muerto. Imagínenselo. Otras veces íbamos al Burger Boy. Estaba en la esquina de Baja California y Culiacán, y mi costumbre era ir disfrazado. De pronto me disfrazaba de Indiana Jones, de pronto de Dan Marino o Joe Montana (no me quitaba el casco para comer), de pronto del inevitable Batman. Ese Burger Boy fue luego un Whataburger y luego un Globo. Ni modo: de las que juega, Slim gana siempre todas. Otras veces íbamos por hamburguesas al Vips que está en Madero.

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III.

Es probable que mi comida favorita de la infancia haya sido la cochinita pibil. La cochinita era familiar: papá, mamá, hermanitos y tal vez la abuela materna; la cochinita era festiva: totalmente de día de mi cumpleaños, 22 de agosto, que entonces como ahora era día de lluvia en la Ciudad de México. La cochinita resguardaba; la cochinita era para todos. La cochinita significaba tacos.

Pero dije que no hablaría de cochinita.

Las hamburguesas en cambio eran juguetonas. De día de partido, de día de delfines (tanto los mamíferos disecados como el equipo de futbol americano) y de las fuentes de la segunda sección de Chapultepec. Íbamos al Vips de Madero y yo pedía una vipsburger con jamón y queso. A veces consideraba sus virtudes –juro que esto es cierto– y decía algo como: «está muy bien cocida», o como: «le derritieron muy bien el quesito». Consideraba también las virtudes de la cátsup o de la salsa Tabasco. «Está muy buena», decía, y asentía con la cabeza. Era el tiempo de cerrar o de culminar el domingo de Alonso. La hamburguesa de Vips era confiable, amable, feliz. Nadie podía estar en desacuerdo en el Vips (Flor pedía molletes, Maris sopita Vips, Eusebio no sé qué). La familia que fuimos los primeros diez años de mi vida era circular y tal vez indestructible en ese Vips. No lo digo como un lamento, lo digo como un hecho.

Pero el domingo pasado pasé caminando por el Vips de Madero. Casi sin querer, me asomé a sus puertas a ver si me comía algo. Parece que no ha cambiado; tiene los mismos garigoles, hay molletes, sopa Vips, hamburguesas en su carta. Entonces recordé que el Buki me daba alergia, vivió unas semanas con nosotros y una tía prometió cuidarlo: se lo llevó y lo perdió en menos de un mes; por supuesto nunca lo volvimos a ver. Recordé también que una vez Flor y yo vimos a Eusebio en una taquería de la colonia Roma, con otra pareja, y escondidos detrás de un teléfono nos juramos uno a otro no decirle nada nunca a Maris. Recordé también que Eusebio y Maris se separaron y en mi primer cumpleaños después de la separación yo pedí de regalo cochinita pibil y que Eusebio pasara la noche en la casa. (La pasó.) Recordé una dedicatoria terrible, malvada, que le puse a Maris en su cumpleaños en un libro, como trayéndole a la mente todo lo que había hecho mal. Recordé las hamburguesas que comía cuando vivía en Nueva York, y cómo mi pareja y yo nos peleábamos a gritos y golpes y el vecino a su vez golpeaba las paredes de nuestro departamento y gritaba: SHUT THE FUCK UP! Recordé cómo el primero de enero de este año Eusebio perdió la razón, literalmente cómo se volvió loco, y cómo lo hospitalizaron, y cómo murió tres veces antes de morirse para siempre, y cómo una vez yo estaba haciendo guardia en el hospital y me quedé dormido y soñé que despertaba y Eusebio estaba despierto, desnudo, chiquitito sentado a la orilla de la cama y yo le decía: «Pa, ¿quieres una hamburguesa de la tiendita?» Y él volteaba y estaba podrido de la cara y abría la boca y gritaba y recordé que yo me desperté gritando también.

Dije: «No tengo la menor idea de qué demonios hacemos con los recuerdos», y mejor no me quedé a comer en ese pinche Vips.~