CDMX2018: Mi batalla contra lo auténtico

 

Alonso Ruvalcaba; foto: Andrea Tejeda

A estas alturas del guión, lo más sospechoso del mundo es que alguien insinúe que tal o cual restaurante es “auténtico” o “genuino”. Hay algo racista y algo clasista detrás de nuestra idea de la autenticidad. Clasista: el conocedor de lo mejor, es decir el cazador de lo auténtico, ha estado en Bangkok y por tanto puede decir que tal o cual lugar es genuinamente tai; ha comido en las calles de Frankfurt y por tanto puede ponderar las salchichas de tal puesto y decir que no, realmente no son como las auténticas salchichas de Alemania. La superioridad del conocedor no es moral (aunque se reserva el derecho de ejercerla) sino de millas de Aeroméxico. 

Racista: en buena medida, basamos lo que consideramos auténtico en una escala de otredad, de alienación. Lo auténtico debe tener algún tipo de folclor, ser otro o ser ajeno, no parecerse a esto que ya estaba. También, en una especie de organigrama de calidad. Lo auténtico, según nuestra ridícula gradación, es de alguna manera mejor que lo no auténtico. Es más: hay de autenticidades a autenticidades. El último círculo de nuestro racismo culinario es el de la cocina china. Al parecer, hay chinos más chinos que otros chinos y esos chinos chinísimos cocinan y comen mejor que los chinos menos chinos. Hay barrios chinos auténticos y otros barrios chinos de baratijas y clichés. (Estén atentos al ensayo ‘¿Café chino o café de chinos?’ de nuestra colaboradora Renata Lira. Debería aparecer en estos días; es un madrazo. Update: Ya apareció el ensayo en Letras Libres. Léanlo.)

 
Mi nuevo mejor amigo del mundo

Mi nuevo mejor amigo del mundo

 

Algunos muy buenos restaurantes nuevos o más o menos nuevos han recibido elogios por su autenticidad percibida. Pizza Félix o Kiin Thai Viet Eatery, ambos en la Roma, son ejemplos a la mano. Del primero, Claudio Castro ha escrito para Bon Appétit que la chef Adriana Lerma no sólo hace “la mejor pizza de la ciudad” sino también “Neapolitan-style pies that would make any DOP-certified pizzaiolo proud”. (Querido Claudio: #noseasasí.) Respecto de Kiin, esta reseña de sólo dos párrafos se las arregla para caer en todo lo que puse antes: Nos encantó el pescado a la sal con su tallo de té limón atravesado en la garganta, dice, “just like I’ve had in Bangkok”; también dice que platillos como estos “nunca habían sido vistos en nuestra ciudad” y que sus sabores “recrean meticulosamente los platillos originales”. Dios santo. 

La autenticidad es un círculo vicioso. El crítico y el influencer dicen haber encontrado una experiencia auténtica; el comensal dice andar en busca de experiencias auténticas; el restaurante dice proveer experiencias auténticas. Hay buenos restaurantes más o menos nuevos que hacen justo esto. Piensen en Avenida La Tizona, sobre Salamanca, que dice ser “del mero Sinaloa”, o en El Moustrón en la Narvarte –ese no es tan nuevo (tendrá un par de años), pero soy fan y me urgía mencionarlo–, que se declara “100% sonorense”, o en el triciclo Würst, que se estaciona cerca del Goethe y se subtitula “lo mejor de Berlín en la Ciudad de México”, o en Il Vinaino, junto al mercado de Medellín, donde “todas las opciones son toscanas”. Afortunadamente ni la bravísima tostada La Diabla –aguachile de camarón con chiltepín y chile de árbol– de Tizona ni el burro de frijoles puercos del Moustrón ni la bratwurst en su panecito redondo de Würst ni los pici con ragú de pato del Vinaino tienen denominación de origen y su consumo no está regulado por nadie. ¿Son del mero Berlín, 100% sinaloenses, pura Toscana pura o lo mejor de Sonora en la ciudad? ¿A quién, genuina y auténticamente, podría importarle semejante cosa cuando esos platos estallan o detienen el instante en una mordida inolvidable?

Existen, por suerte, restaurantes que no están interesados o al menos no visiblemente interesados en el asunto de la autenticidad. Entre los nuevos, mi favorito es Meroma, en la calle de Colima. No hay nada aquí que apele a la nostalgia de la madre patria, del bel paese, de las cosas como se hacían en mi tierra. En cambio, hay un refrescante rango de técnicas, una agudeza visual, un ingenio en el ars combinatoria. Las tapitas de erizo avanzan entre lo nogal y lo metálico y lo granoso y lo picante; la terrina de foie gras tiene algo dulce y algo apiadado. El pollo rostizado ha sido justamente bien tratado por medio mundo. La tarta de leche de cabra condensada parece juguetona, reconfigurada de otro plato que no sé cuál es.

Y para acabar con restaurantes nuevos favoritos: ¡Baltazar! Ya lo había dicho pero necesito repetirlo: es increíble que esta taquería color crema y verde pastel, nacida en el último trimestre de 2018, no esté ubicada en Puebla y haya sido inaugurada hacia 1940. Parece traída a la ciudad de México en una máquina del tiempo. Qué hermoso su trompo conforme avanza el día y se va haciendo delgadito sin perder la forma cilíndrica (o sea: no de trompo); qué bello olor ha traído a la calle de Bolívar; qué detalle el caldito de camarón en vaso de la Merced. Qué solos estábamos antes de que llegara, y no lo sabíamos. Si sólo hubiera habido un buen restaurante abierto en 2018 en el DF –hubo más, ya se dijo, pero si sólo hubiera habido uno–, en esta ciudad que nos mata a todos cada día, si sólo hubiera habido un auténtico buen restaurante habría sido Baltazar. ¿Se come bien ahí? ¿Son genuinos tacos árabes poblanos? Pregúntenle a alguien más: yo no sé nada.~