Hospitalidad sikh

 

por Renata Burillo; fotos: Showkat Shafi

En India se entrecruzan culturas, filosofías, gastronomías, religiones y arquitecturas. Es un rizoma de experiencias infinitas al que siempre ansío regresar. Este país entra por los sentidos y los inunda pero la zona del Punjab, en particular, apela a desconocidas sensaciones y descubren otro perfil: el sikhismo. Fue ahí, en el Punjab, donde la comida cobró un nuevo sentido, un carácter social y religioso que se expresa a través de un complejo sistema de comedores comunitarios o langar en el que los sikhs llevan a cabo los principales valores de su religión: participar en el servicio desinteresado –y sin distinción– hacia el prójimo, contribuir con la sociedad y construir una vida comunitaria basada en el amor.

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Mi aventura comenzó con la repentina invitación de mi hermano a Nepal. Con poco tiempo para organizar, mi madre y yo decidimos aprovechar la escala en Nueva Delhi para explorar a fondo la caótica capital. Sin pensarlo mucho decidimos incluir en el itinerario un par de días libres para descubrir algún otro rincón de este inabarcable país. Aún no sé qué fue lo que nos hizo decidirnos por ir al Punjab, pero fue una de las mejores decisiones del viaje. Casi sin darnos cuenta aterrizamos en Amritsar, sede del Harmandir Sahib –también conocido como el Templo de Oro–; un lugar sagrado y el centro más importante de peregrinaje del sikhismo.

Como religión organizada, el sikhismo ocupa el noveno lugar a nivel mundial en número de creyentes, con aproximadamente treinta millones de practicantes. Sólo en India se estima que viven 19 millones de sikhs concentrados en el área del Punjab, al noroeste de la frontera con Pakistán. Podría enlistar un sinfín de conceptos y tradiciones interesantes sobre esta particular cultura que contrasta con el complejísimo mosaico religioso de la India, pero lo que más llamó mi atención fue el concepto de langar, término que podríamos traducir de forma simple como «cocina gratuita».

La tradición del langar fue establecida en el siglo XVI, haciendo honor al principio de igualdad entre todos los seres humanos en el que se basa el sikhismo, sin importar religión, castas, color, credo, sexo ni estatus social. De igual forma, el langar manifiesta la ética sikh de compartir; refleja su sentido de comunidad, de inclusión y de unificación de todos los hombres. Con el nacimiento del sikhismo se creó, por primera vez en la historia, una institución que acogiera a cualquier peregrino o visitante y lo tratara como igual: todos pueden –y deben– sentarse en la misma fila o pangat para compartir y disfrutar de los alimentos. Esto es algo muy notable dentro del contexto hinduista dominado por un estricto sistema de castas.

Estos comedores también reflejan otro principio de la cultura sikh: servir sin esperar nada a cambio. Los langar están abiertos todos los días del año gracias a un enorme ejército de voluntarios llamados sewadars y a las donaciones a partir de las que se financian. Dentro de estos recintos cualquiera es bienvenido: todos pueden comer y ser voluntarios, por unas horas o periodos más largos. Al día de hoy puede encontrarse un langar en cada gurdawara (lugar de culto sikh) y muchos incluso se improvisan al aire libre para atender a un gran número de visitantes durante las fiestas o fechas importantes, convirtiéndose en los comedores comunitarios más grandes del mundo.

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Cuando mi madre y yo llegamos al Templo de Oro, el primer dato que oímos fue que en ese comedor comunitario se alimenta a un promedio de cien mil personas al día. La cifra parecía poco convincente: cien mil personas diarias. Antes de entrar nos lavamos pies y manos en una gran pileta a la entrada del templo, igual que todas y cada una de las personas. Ante la complejidad de estos comedores sorprende el orden y la limpieza, sobretodo en contraste con lo que se vive en cualquier ciudad india; el polvo y el desorden habitan todos los rincones, pero dentro de este recinto todo es pulcritud, a pesar de los ríos de gente. La milicia de voluntarios se encarga de limpiar y mantener el orden a un grado de perfección, y todos los visitantes, además de lavarse antes de entrar, dejan sus zapatos fuera.

Primero, un sewadar te recibe y dirige hacia donde te entregan un plato, un tazón y una cuchara. Ves por lo menos cincuenta mil platos apilados, tan limpios y organizados que bien podrían ser una instalación de Subodh Gupta. Con los utensilios en mano subes rodeado de gente al segundo nivel, donde se encuentra uno de los dos comedores; cada uno es capaz de acomodar hasta cinco mil personas a la vez. Los visitantes esperan su turno y poco a poco van entrando para sentarse en hileras sobre el piso. Con el comedor lleno y la gente sentada, los sewadar pasan entre las filas sirviendo la comida. El menú de este langar es vegetariano, cuidando que cualquier persona, sin importar su dieta o religión pueda comer libremente. Ese día la comida consistió en deliciosas lentejas, arroz, vegetales y roti, un tipo de pan indio. Cuidando que nadie quedara con hambre, los voluntarios pasan una segunda vez ofreciendo más comida.

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Terminamos de comer y nos dirigimos hacia la salida, donde hay otra escalera para regresar al primer piso. Ahí vuelven a aparecer los sewadar, listos para recibir y lavar los platos sucios en una enorme cadena humana que va lanzando sin fallar– los platos sucios para hacerlos llegar a la primera tina, donde los enjuagan. El recorrido de los platos continúa hasta llegar a los lavaderos. Ahí los reciben mujeres y hombres que se esmeran en lavar cada utensilio, cinco veces consecutivas, hasta que quedan perfectamente limpios.

Además de comida, el Templo de Oro reserva uno de los extremos del langar como zona de té para ofrecer una taza de masala chai –té típico preparado con especias y leche– a los visitantes. Siguiendo la misma logística que para la comida, hicimos fila para recibir nuestras tazas y caminamos hacia los enormes contenedores de donde nos servimos un poco de té para después sentamos a tomarlo en el piso, junto con todos los demás. Al terminar entramos a la cocina y vimos cómo amasaban la harina y hacían los rotis.

El langar cuenta con 450 cocineros voluntarios apoyados por cientos de personas más para cocinar un promedio de 10,000kg de harina de trigo, 2,500kg de lentejas, 1,000kg de arroz, 5,000 litros de leche, 1,000kg de azúcar y 500kg de ghee (mantequilla clarificada utilizada en la India) al día. Básicamente cocinan con leña y para ello requieren de 5,000kg de madera diaria para calentar las enormes ollas de lentejas y de arroz, tan grandes que se requiere de dos personas para mezclar los ingredientes de cada guiso. Aunque los rotis se hacen a mano y se calientan en estufas de gas, durante las festividades utilizan máquinas eléctricas que pueden producir hasta 25,000 rotis por hora.

Quizá gracias a que el viaje surgió de manera improvisada, eso mismo nos llevó a descubrir una razón más para admirar a las culturas de la India. Ir al Templo de Oro significó mucho más que una comida auténticamente punjabi –que ya de por sí nos encantaba–, fue descubrir el verdadero significado de la comida y lo que implica compartirla, literalmente, con miles de personas más. A pesar de que muchas tradiciones tienen implícita la intención anfitriona en sus usos culinarios, los sikhs lo llevan a un nivel espiritual, en el que a través de la comida subliman sus valores de igualdad, comunidad y cooperación como ninguna otra cultura en el mundo.~