HojaSanta

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El restaurante solidario

por Alonso Ruvalcaba

Vemos como a través de un vidrio oscuro. Vivimos nuestra vida en una constante mezquindad: el otro siempre es otro, siempre ajeno. Nosotros mismos ajenos a nosotros. Yo soy yo (si acaso) y no tú. Denme, denme, denme. Quiero, quiero, quiero.

Pero de pronto pasa algo.

Vivimos la ciudad. La odiamos. Atorados en el tráfico –tres horas de Polanco a CU–, formados para subirnos al metrobús, empujándonos a ver si ahora sí nos toca este pinche metro –y no nos toca: hay que esperar todavía al siguiente–. La contaminamos. Matamos sus lagos y sus ríos. Talamos sus árboles. Padecemos su clima: cuando no está lloviendo hace un calor insoportable. Soñamos con largarnos: a una ciudad más bonita, más inteligente, menos puerca, menos racista; una ciudad donde las mujeres puedan salir a la hora que se les antoje, vestidas como se les hinche su gana y beber y coger con quienes ellas decidan, las veces que ellas decidan, sin que nadie las mate. Queremos irnos porque vivir aquí es insoportable.

Y de pronto pasa algo.   

De pronto pasa que suena el doble zumbido ese y la voz repite alerta sísmica alerta sísmica y hay que salir por pies de donde sea o si estamos afuera hay que agarrarnos de algo o de alguien (de preferencia de alguien) y el edificio cruje y como que se le caen piedras, pedazos de fachada, y hay que hacerse a un lado, o el edificio se quiebra, indeciso, y después se viene abajo y ahora es toneladas de escombros. Y cuando pasa el polvo, cuando se calla la alerta, unos segundos después del derrumbe, nos volteamos a ver y temblorosos todavía como que algo adentro se despierta, ¿cierto?, algo citadino, algo urbano, una semilla, un puñito, algo que devuelve una cosa atávica a la mente, una cosa primordial que tiene una voz y dice: Ah, sí es cierto, la ciudad, el DF, de aquí soy. E instantáneamente nos preguntamos: ¿Cómo ayudo? O ni siquiera nos lo preguntamos: ayudamos.

En los días aciagos de la segunda quincena de septiembre, 2017, vimos montones de restaurantes convertirse en fuentes de ayuda. Algunos lo hicieron con donaciones, sin ruido ni fanfarria:

Algunos lo hicieron muy visiblemente, en redes, congregando a sus seguidores. Algunos se agruparon para facilitar el acopio. (Anótenlos; visítenlos.) Estos, por ejemplo:

Otros más, como el viejo Pujol de Petrarca, Contramar en la Roma o Restaurante Leo, allá por el trágico colegio Rébsamen, simplemente se abrieron y regalaron su comida y su café a quien quisiera sentarse ahí. (Pujol puso tamales.) Miles más –pero miles– lo hicieron en corto: montaron letreritos fosforescentes que decían COMIDA GRATIS o CAFÉ GRATIS o CENTRO DE ACOPIO. O pusieron una mesita afuera con pan bimbo y latas de atún y los paseantes las completaban con otras cosas: más latas, bolsas de arroz, sábanas, pañales. Ni siquiera vale la pena intentar nombrarlos porque su esfuerzo era anónimo y completamente altruista: no buscaba reconocimiento: buscaba al otro y ya. Todos ellos, los visibles, los famosos, las fonditas, los restaurantes casi secretos, son el restaurante del año, el mejor restaurante de la ciudad para HojaSanta. El restaurante que por unos días terribles y resplandecientes dijo: Sí, los demás existen. Esos restaurantes, pero también este bato:

cuyo nombre es Carlos y que fue a regalar sus tacos a Gabriel Mancera y Eugenia; y también esta doñita:

de nombre Caty, que regaló su comida en División del Norte; y también estos carnales:

que no sé cómo se llaman pero que se pusieron a regalar tacos al pastor afuera de la unidad habitacional Tlalpan; y también el señor con su triciclo que llegó en la noche del 19 (¿o era el 20? todos esos días me parecen una masa de horas aplastadas; ¿les pasa a ustedes también?) a Chimalpopoca sonando su pregón de tamales oaxaqueños y los roló para quien los quisiera y del cual no tengo foto, y los miles más que simplemente dijeron: Yo ayudo, y cuando algo pasó de pronto ellos también sirvieron para recordarnos las tres o cuatro razones de por qué no nos largamos de esta pinche, contaminada, puerca, peligrosa, temblorosa, rota, violenta y, carajo, hermosa maldita ciudad.~


Exploren nuestros restaurantes favoritos de la ciudad de México aquí.


Posdata. Voy a decir una cosita; es medio personal, pero no piensen que estoy faroleando, ¿ok? Una vez conocí a Terry Gilliam, idolísimo, que como ustedes saben es uno de los grandes cineastas que ha habido. Otra vez estaba cenando y llegó Nick Cave, príncipe de las tinieblas, a la borrachera. En ambos casos, sobrenaturalmente, mantuve la calma. Pero el lunes siguiente del temblor, afuera de la Cineteca, me compré unos tacos de canasta. Me llamaron la atención los audífonos blancos del taquero. Su cara me pareció familiar. Le pregunté: “We, ¿no eres tú el taquero que anduvo regalando tacos de canasta en el sismo, acá por la del Valle?” Nomás se rió. Casi lloro. A él, pa que vean, sí le pedí que me dejara tomarle una foto: